domingo, 10 de junio de 2007

Retórica de la ciencia

Aristóteles planteó a la Retórica como el estudio de los medios que son necesarios para la persuasión, mientras que la Ciencia trataría del conocimiento del mundo natural. ¿Dónde estas dos dimensiones confluyen? La respuesta se construye apenas observamos que la Ciencia está orientada a fines, fines que en última instancia conciernen a la polis, es decir, al bien común. Este supuesto moldea lo que la ciencia investiga, sus métodos y propósitos, su legitimidad social en suma. No es que la retórica se ocupe de lo cambiante y la ciencia de lo permanente, sino que ambas, retórica y ciencia, interactúan para postular la distribución social de lo que es cognoscible así como el orden de sus relevancias y por ello sus objetivos deben argumentarse ante la comunidad, pues todo ámbito en el que el conocimiento científico pueda hacer un desarrollo tiene que justificarse políticamente.
Tanto como los oradores, los científicos deben descubrir sus líneas de argumentación para convencer a la comunidad científica acerca de la coherencia entre las metodologías que emplean y los fenómenos observados, así como deben justificar sus objetivos y alcances para sostener sus conclusiones. De este modo, desde el punto de vista de la retórica, el método científico implica una tópica, una ubicación discursiva basada en el binomio problema-solución, que decide los elementos del discurso, los recursos utilizados, los ejemplos y pruebas estadísticas, es decir la tópica del discurso científico es la de buscar la demostración (para garantizar la competencia de la experimentación y el análisis) cuyo objetivo persuasivo es convencer acerca de la capacidad de explicación, de predicción y de acción en torno a los fenómenos. La retórica de la ciencia es entonces la práctica discursiva de hallar los tópicos, los procedimientos de invención, disposición y elocución adecuados para la pesquisa y el debate científico, de modo que en su funcionamiento aparecen los cánones clásicos del arte argumentativo.
La ciencia, método de investigación que produce pequeños paquetes de conocimiento (pero que crecen exponencialmente) es por ello un objeto de interés para la retórica. En la época contemporánea tal interés se ha puesto de manifiesto sobre todo a partir de la segunda mitad del siglo XX, analizando cómo varias prácticas discursivas son diseñadas para persuadir a las comunidades científicas. Uno de los libros fundamentales en este sentido fue La estructura de las revoluciones científicas, de Thomas Khun, publicado en 1962. Ahí Khun comienza por analizar primero las rutinas de la ciencia tradicional, la cual se erige bajo la lógica de partir del conocimiento pasado para ir agregando a él nuevos conocimientos, incrementando así la base. Pero después contrasta esta práctica con la ciencia revolucionaria, que parte de la ruptura con los paradigmas previos proponiendo nuevos esquemas para analizar los fenómenos. En este proceso se observa cómo el éxito o fracaso de los cambios de paradigma depende de la capacidad de los nuevos modelos de movilizar a la acción y a la creencia, partiendo de nuevas estructuras, es decir que el éxito de las revoluciones científicas habría dependido de su capacidad de persuasión: con ello que Khun se ubica de lleno en la retórica.
Este planteamiento sería continuado después por autores como Herbert W. Simons en "Are Scientists Rhetors in Disguise?" in Rhetoric in Transition (1980) o Alan Gross, Rhetoric of Science (1990). En estos trabajos se explica porqué la objetividad absoluta es imposible y porqué no existe un método fijo que garantice el éxito de la ciencia, sino que sus estructuras pasan por períodos de estabilidad e inestabilidad. La ciencia funciona más bien una pluralidad de métodos, aproximaciones y estilos, de modo que la invención y el descubrimiento florecen dependiendo de los tópicos a través de los cuales se investiga, de la lógica argumentativa, de los campos constituidos de conocimiento, del ethos de quienes practican la ciencia, de la autoridad de los textos, de la capacidad de movilizar a la comunidad científica en discursos y debates y de la capacidad de mostrar el impacto de la ciencia en la vida moderna. La aproximación retórica a la ciencia se habría así construido en varias áreas, como por ejemplo la teorización sobre la naturaleza de la semántica, del conocimiento y de la verdad, poniendo así en evidencia la propia naturaleza retórica de la epistemología. Otro campo evidente es también el análisis de los procedimientos con los que se comunica la ciencia, y también el modo como ésta es interpretada; ello inaugura un fuerte movimiento relativo a los problemas de la interpretación (la hermenéutica) y su rol en la construcción de la certeza. Y otro campo donde esa relación florece es en la investigación sobre la sociología de los campos científicos, ya que éstos son auditorios particulares y dinámicos y donde se establecen acuerdos previos en función de los cuales se elaboran las argumentaciones. Esta mutua influencia entre la retórica y la sociología estaría presente por ejemplo en Stephen Toulmin, quien hiciera una aportación fundamental al respecto en The uses of argument y posteriormente en Introduction to Reasoning, al plantear cómo cada campo sigue reglas argumentativas propias de su tradición para construir su “autoridad interna”, sin la cual la credibilidad de las contribuciones no sería posible. Otras investigaciones han planteado a su vez las estrategias retóricas que permitieron formar a las grandes figuras como Darwin, Descartes o Newton, todos los cuales recurrieron a formas persuasivas para defender sus teorías. Rafael A. Alemán Berenguer, por ejemplo, ha señalado en su libro Grandes Metáforas de la Física (Celeste, Madrid, 1998) cómo Newton, Einstein, Maxwell o Schroedinger sólo pudieron construir sus modelos valiéndose de metáforas que eran cruciales en sus ámbitos sociales. Es decir las metáforas que emplearon funcionaban como instrumentos cognitivos relevantes en el proceso científico y al mismo tiempo como imágenes culturalmente sensibles, o digamos que lograban lo uno por que lograban lo otro.
La retoricidad de la ciencia ha puesto recientemente en evidencia cómo la función de predicción y control que caracteriza a los discursos científicos se debate hoy entre el dilema entre lo conmensurable y lo inconmensurable, entre la verdad y lo relativo. La retórica de la ciencia no ve a los discursos científicos como medios transparentes de construcción de conocimiento, sino como textos que exhiben estructuras persuasivas. La verdad es vista como un producto del discurso, no como una sustancia adherida a él. Pensemos en el fenómeno de la observación y de las pruebas experimentales de laboratorio, o bien las encuestas o métodos cuantitativos en las ciencias sociales, que hacen el trabajo empírico de la investigación (que es un punto de partida indispensable) a partir necesariamente de una colocación mental previa, de una toma de postura sobre los lugares de lo relevante, y de una teorización localizada que es la que establece los umbrales sobre los que irán a hacerse las mediciones, y que darán después lugar al establecimiento de los datos. Es fundamental así darse cuenta de que la discretización de los umbrales nace de una óptica deliberada sobre los fenómenos, que puede encontrar resultados empíricos para la demostración, pero que otros discursos pueden construir otros umbrales para los mismos fenómenos: la ciencia puede florecer así en múltiples direcciones, tantas como ópticas sean precisas, de ahí el fenómeno de la incomensurabilidad.

Al hacer un análisis retórico de un discurso científico debemos no sólo observar los datos, sino los parámetros con los que se impulsa una interpretación. En el caso de la semántica estructural, por ejemplo, es preciso entender no es que el lenguaje funcione por oposiciones (de las que esta disciplina daría cuenta), sino que es la semántica la que funciona por oposiciones para explicarse la lengua, y entonces comprenderemos como otras ópticas como la pragmática dan por relevantes otras funciones ante el mismo fenómeno. ¿Esta postura a favor de la relatividad cancela la existencia de la verdad científica? Esta pregunta que plantea un problema retórico crucial tendría que contestarse diciendo que la ciencia (la buena ciencia) no es una quimera, un producto de la imaginación, que su capacidad de operar sobre lo real es indiscutible, pero que ello no quita que el conocimiento esté orientado por un interés, y que a lo que llamamos verdad no es más que la vinculación entre ambas dimensiones. La retórica no es lo opuesto a la ciencia, es su instrumento para producir cocimiento en la dirección que un grupo humano requiere.
Tenemos que hablar entonces no del conocimiento como un absoluto, sino de unas políticas del conocimiento, y por tanto de una retórica de la ciencia. Vemos un ejemplo: en el año 2004, a raíz de las sorprendentes investigaciones sobre la genómica (que entre otras cosas habría puesto al descubierto el mapa genético del hombre) el biólogo molecular Ginés Morata Pérez descubrió que la mosca llamada Drosophila melanogaster (la mosca del vinagre) tiene una composición de ADN que es 85% idéntica a la del hombre, mientras que un hombre negro es diferente a uno blanco apenas en un .00000001 %.

Mosca Drosophila melanogaster


¿Qué consecuencias tendría esa información para los proyectos basados en el racismo, que suponen una diferencia abismal entre razas? ¿porqué esa sorprendente información no tiene la misma difusión que, por ejemplo, los descubrimientos sobre el alto desarrollo científico que ha hecho posible la construcción de aviones capaces de evadir los radares?
La Ciencia tiene que ver pues con la doxa, y con el propio estatus que tiene el discurso científico (normalmente se rehuye a un debate diciendo que “la ciencia ya demostró qué…”). La retórica del discurso científico se constituye de marcos teóricos, justificaciones metodológicas, ópiticas de observación y medición, estadísticas, ejemplos, pruebas experimentales, patrones de medición, citas bibliográficas, aparatos críticos, editoriales reconocidas y formas de mostrar la relevancia de las conclusiones. Ello también repercute en los dispositivos de protocolización, donde se habla de la necesidad de aclarar cuáles serán las contribuciones, cómo se conoce el estado del arte, cuáles serán los objetivos (generales y particulares), cuáles los procedimientos y cuáles los recursos de conocimiento previo que se utilizarán. Sin la retórica del protocolo no se consiguen tampoco los recursos para la investigación.
En los países subordinados, donde la investigación científica es muy relativa, el status científico ha tendido a evaluarse con fórmulas burocráticas: pertenecer a los Sistemas de Investigadores, demostrar productividad por tiempo, acumular puntos y estímulos, abrir posgrados ad hoc para aparecer en los padrones, etcétera. Esta retórica altamente institucionalizada merecería también un profundo estudio para observar hasta qué punto el conocimiento está subordinado a esquemas sociales donde el papel del lenguaje como medio de legitimación es crucial. La retórica de la ciencia todavía tiene mucho campo de investigación.

domingo, 3 de junio de 2007

Retórica de la deconstrucción

Dentro de lo que hoy se suele denominar era posmoderna (usando una figura de lenguaje que intenta hacer un deslinde -para la situación contemporánea- de los ideales ciertamente fallidos de la modernidad y del optimismo de su filosofía positivista) uno de los principios más sugerentes tanto en el ámbito teórico como en el de la producción de obras, y que prolifera en el ámbito intelectual con una audacia casi convincente, es la llamada deconstrucción.
La deconstrucción ha sido una apuesta por la indeterminación, por el relativismo escéptico, en la que se plantea que todas las construcciones mentales, en tanto que pertenecen al lenguaje, son históricas, deliberadamente militantes, localizadas, y que por tanto es posible desmontarlas, ponerlas en crisis, exhibir su artificialidad. El blanco de ataque de esta deconstrucción como forma retórica para poner de manifiesto un descreimiento casi dramático ante los cánones de la civilización, ha sido sobre todo la cultura y la filosofía occidental, ante la que van dirigidos sus postulados básicos. En este proceso la deconstrucción no intenta postular unos principios nuevos, ni inaugurar un nuevo orden, sino que habla de permanecer en los márgenes, de no generar otra institucionalidad en las nociones. El término es acuñado por Jaques Derrida en De la Gramatología, un libro de los años sesenta cuyos tópicos se ubican en el post-estructuralismo naciente de la época, pero que adquiriría una enorme difusión en las siguientes décadas gracias sobre todo al arraigo que este concepto tuvo en las universidades norteamericanas.
Derrida era, junto con Barthes o con Foucault, un reactivador de los principios emanados del existencialismo de Heidegger, solo que proyectados al ámbito de la lingüística, en los cuales no sólo las instituciones sino las palabras y los signos mismos son percibidos como una red que atrapa al sujeto, lo determina. La deconstrucción es de hecho una generalización del esceptisimo heidegeriano, o también del antifundamentalismo de Nietzche. En Derrida se advierte en efecto que las palabras son acumulaciones metafóricas que nos conducen siempre a paradojas irresolubles, de las que trata de escapar. El carácter irreverente de este movimiento se vuelve atractivo, parece irrumpir y refrescar una escena demasiado acartonada. En ello hay semejanza también con la égida provocadora de los sofistas como Gorgias, Córax y Protágoras, o con las escuelas de los antiguos Escépticos, como Pirrón, o de los Cínicos, los cuales decían cosas semejantes en su tiempo. Sólo que de ellos no emanaba simplemente un “equivocismo ejemplar”, como en la deconstrucción, sino una disciplina como la Retórica, que plantea que el orden existente no es necesario, que se puede desconstruir pero que inevitablemente se genera otro orden. Esa es una solución irrenunciable, pues ¿cómo puede escaparse a la metáfora? Herbert Simons lo señala así:

"La deconstrucción da lugar a la reconstrucción retórica al sugerir que no es posible escapar a ella, incluso en las vehementes demostraciones de que ésta ya ha quedado fuera. La deconstrucción es sofística al sugerir que la razón es retórica, que la “realidad” es apariencia, que el conocimiento y el poder van de la mano, y que cualquier representación es en cierto sentido una falsa representación. La influencia de la sofística es como la que opera, por ejemplo, en Burke cuando éste hace la conjetura de que el lenguaje es el que hace el pensamiento por nosotros, insistiendo en la convicción radical de que toda reflexión es también una desviación cuando partimos de términos (como en Jameson) o de que hay una “prisión del lenguaje”, de que “es imposible escapar al texto” (como en Derrida) o de que el lenguaje “es la violencia que le hacemos a las cosas” de Foucault. Mediante provocaciones como ésta, volvemos a la tesis de Gorgias que sostienen que “el lenguaje y la realidad no son conmensurables”
(“Rhetorical deconstruction”, en Herbert W. Simons, The Rhetoric of Philosophical Incommensurability, Selected Writings, Temple University, 2007)

Pero como vemos la deconstrucción no cierra el círculo y deja abierta una paradoja que lo hace presa de sí mismo: ella sólo puede hacerse construyendo a su vez un discurso, un orden mismo, de modo que no existe un discurso "deconstructivo". Podemos llegar a significados ocultos de textos construidos, pero no podemos "construir" textos "deconstruidos". Y así, vemos que la deconstrucción no es una no-retórica, sino una retórica dramática del desencanto.
Derrida y los seguidores del deconstruccionismo, aunque no han desconocido su situación paradójica, han sin embargo intentado escapar de esa condición a base de un lenguaje oscuro, abigarrado, derramado, lo que por otra parte ha provocado bromas organizadas como la del Postmodernism Generator, una sistema del Internet que produce automáticamente textos posmodernos con un simple clik (http://www.elsewhere.org/pomo), y en los que no existe argumento alguno pero sí profusas citas ad-hoc y una apariencia de complejidad que podría convencer a algún incauto (e incluso sus ‘ensayos’ podrían publicarse).
El centro de la cuestión está en la no naturalidad de lo simbólico, lo simbólico es una agencia humana, sujeta por lo tanto al cambio, a la equivocación y a la reformulación. Pero las convenciones, los lugares comunes, son inherentes a la agencia humana, y no podemos solo desconstruírlos sin recurrir a otros. Ello había sido lúcidamente expuesto por uno de los teóricos de la Retórica más importantes del siglo XX, Kenneth Burke (en la misma saga que Heideger, pero con atención al drama de las agencias de lenguaje). Burke escribía:

!El hombre es ese animal simbólico (el hacedor de símbolos, el mal empleador de símbolos) que ha inventado lo negativo (o que es moralizado por lo negativo) separándose de su condición natural a través de los instrumentos de su propia fabricación, impulsado por el espíritu de la jerarquía –o movido por el sentido del orden- y descompuesto (corrompido) con su perfección". (Burke, On Symbols, 70).

Este texto, hecho por un retórico y no por un deconstrucionista, invita a mirar el ciclo completo: la cultura se ordena, se desordena y se reordena. Derrida por su parte sabe de la necesidad de cambio, de la urgencia de resolver dicotomías que se tienen por ciertas pero que resultan limitantes. Para él la deconstrucción no es un estilo, una vanguardia, sino una actitud. En “La metáfora arquitectónica” (y luego de que las tesis de la deconstrucción pasaran a formar parte de los movimientos de la arquitectura contemporánea) escribía:

Durante algún tiempo se ha ido estableciendo algo parecido a un procedimiento deconstructivo, un intento de liberarse de las oposiciones impuestas por la historia de la filosofía, como physis / téchne, Dios / hombre, filosofía / arquitectura. Esto es, la deconstrucción analiza y cuestiona parejas de conceptos que se aceptan normalmente como evidentes y naturales, que parece como si no se hubieran institucionalizado en un momento preciso, como si careciesen de historia. A causa de esta naturalidad adquirida, semejantes oposiciones limitan el pensamiento. (Derrida, La metáfora arquitectónica, 1986)

Pero es justamente en la arquitectura y en el diseño donde se observa que la deconstrucción termina por postular una nueva estética, un nuevo estilo, una nueva vanguardia (y asumiendo que la noción de vanguardia es plenamente moderna) que parte a veces de los lugares que habían promulgado los dadaístas por ejemplo o, un siglo antes, los románticos, pues la lucha entre el orden y el desorden ha estado siempre planteada. Observemos un caso: El Museo Judio de Berlin, una de las arquitecturas posmodernas más relevantes de la actualidad (inagurado en 2001). Su autor, el arquitecto Daniel Libeskind ha construido una planta irregular, las paredes y ventanas plantean travesías dispersas, los soportes de las plantas parecen hundirse. Por dentro hay un vacío que atraviesa todos los espacios, así paradójico y voluntariamente incompleto. Tal relato marca la descomposición sobre la que ha subyacido el pueblo judío en Berlín. La obra parece plantearse así como una irrupción dentro de las jerarquías de los edificios acostumbrados, pero ¿no es su monumnetalidad y su tecnología (está revestido todo de zinc) una forma de proponer a la vez un nuevo canon, una nueva forma de espectacularidad y de referencia urbana? ¿no es signo también del nuevo establishment (como su antecesor el Museo Guggenheim de Bilbao)?


oooooooooooooArquitectura deconstructiva: El Museo Judío de Berlín

Es la persencia de esta nueva vanguardia lo que empieza a proliferar. Tanto que la ciudad de Kentucky, en Estados Unidos, se ha propuesto no quedarse atrás y hacer su propia torre posmoderna para estar a tono con las "nuevas tendencias". Se trata del Museum Plaza, torre que además de espacios de exhibición de arte contemporáneo albergará comercios, viviendas, oficinas, y que dará estilo a la ciudad con sus posulados posmodernos.




Museum Plaza

Algo similar ha sucedido con el diseño gráfico deconstructivo (y también con el performance, la instalación, etc, esas formas posmodernas de arte), que han tomado esos mismos lugares comunes de revertir las convenciones. Los diseñadores destruyen la retícula, simbolizan la descomposición del mundo descomponiendo la legibilidad, el orden de los textos, las tipografías. Es, según palabras de Ellen Lupton, una estética del No antes que del Nada. Son estilos que intentan persuadirnos de que la regularidad y el orden ya no nos sostienen, y entonces han adoptado una retórica iconoclasta, alternativa, no canónica (con formas que también son metafóricas) Ello fue expresado a fines de los años ochenta en un texto canónico de la deconstrucción en el diseño gráfico: The End of Print, de David Carson.





Carson ha publicado recientemente un nuevo libro con sus últimos trabajos para renovar su imagen de demoledor de las reglas, vanguardia que ha inspirado también a otros grupos, como los autores de libro "Design Anarchy" que será tomado aqui como modelo del nuevo orden, de la nueva retórica de la descomposición.


El diseño y la filosofía deconstructiva han mostrado en efecto la vulnerabilidad de las convenciones, siendo por ello atractivos para unos y repelentes para otros. No cabe duda además que han permitido refrescar los códigos y las costumbres, pero también debemos decir que no suelen colocarse fuera del formato, de la economía, y de los intereses culturales hegemónicos. Son descentrados y complejos hasta cierto punto, no lineales (pero establecen una nueva línea) e irreverentes pero con la materia, no con la ideología.
Hace varios años Marcel Duchamp fue convocado a una exhibición de arte comtemporáneo donde debía enviar un Ready Made nuevo. Duchamp dijo que la institución artística estaba completamente rebasada pero ante la insistencia adquirió un cable de acero de varios kilómetos que firmó como suyo y el cual por supuesto no pudo ser exhibido por sus enormes dimensiones (en efecto la noción de galería estaba ya rebasada). Las obras deconstructivas rompen todas las reglas pero, a diferencia del cable de Duchamp, siempre caben más o menos bien en los formatos de exhibición tradicionales.

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