domingo, 1 de junio de 2008

El juguete como metáfora: la retórica del juego

Si la Retórica es la disciplina que estudia las formas de invención de lo artificial y sus efectos sobre las creencias y las emociones, resulta evidente que la vida de los juguetes es uno de sus campos de acción privilegiados. Decimos esto porque uno de los objetivos de toda agencia retórica es lograr que la manifestación de sus proposiciones (llenas como están de artificios, convenciones y búsquedas de efectos) no sea advertida como “pretensión” por el auditorio, sino que éste debe interactuar con el artefacto como si las decisiones ahí colocadas fueran naturales. Son muchos los casos donde este artilugio sucede, como es el caso del montaje cinematográfico convencional, del uso de los utensilios de mesa, de la disposición de las partes de una casa común, etcétera, pero si en algún lugar la interacción sucede de una forma des-epistemologizada es en el juego, en el deleite aparentemente “natural e inocente” que un niño obtiene al jugar con sus juguetes.
Resulta sin embargo curioso que a pesar del enorme refinamiento tecnológico con que la agencia retórica se ha desarrollado en este campo, producto de la clara y gigantesca segmentación que el mercado ha hecho del público infantil en las últimas décadas ( y que llena de violencia las pantallas, de resbaladillas plásticas los restaurantes y de sofisticados artefactos electrónicos los árboles de navidad) nadie haya hecho todavía un estudio serio sobre la Retórica del juego y la invención argumentativa de los juguetes.
Técnica, y retóricamente hablando, un juguete es un simulacro: mundo en pequeño, prueba de ingeniería sin riesgo, física curiosa, destrucción sin muertes reales, es decir, el juguete actúa como una metáfora (de lo que es el mundo de los adultos, por ejemplo) Ni que decir que tales metáforas educan a largo plazo, generan estructura, hacen improntas sobre los juicios (van haciendo verosímiles ciertas creencias que después formarán parte de las convenciones sociales). Es por ello muy común que, en trance de ser padres, uno entre a la juguetería buscando qué metáfora nos parece adecuado introducir en el mundo de los niños, pues sospechamos –así sea de forma inexperta- sobre el poder de las metáforas que se depositan tras esos artefactos aparentemente inocentes. Nunca como hoy, además, la decisión de elegir una pieza (y ya que son los adultos quienes eligen, al menos en la primera infancia, y tal trance formará parte de las condiciones retóricas del asunto) se ha vuelto tan difícil, debido a la gran cantidad de metáforas que existen en las jugueterías que son antagónicas con los propósitos de la educación colectiva: no sólo por las muñecas sajonas que se proponen a las niñas mestizas, o por el exceso de belicismo que hay en las piezas y en las pantallas, sino también por el hecho de que las secuencias de juego y la retórica de los materiales existentes parece invitar realmente a una pobre experiencia de diversión real. Los juguetes “didácticos” que sabemos que enseñarán poco, o el instrumento musical que impide la experiencia lúdica de hacer música real, son tantas otras metáforas de la hoy día muy deslavada actividad de jugar de forma realmente productiva. La sofisticación electrónica y digital, que ha hecho de la secuencia “reto-repetición-habilidad-gratificación” de todo juego una explotación inmensa –e inmensamente consumida-, se vuelve incluso adictiva, pero casi siempre sobre la base de ejercer una fuerte presión a los jóvenes hacia formas de pensamiento altamente antidemocráticas e individualistas.
Walter Benjamín, uno de los pocos pensadores que dedicó un intenso trabajo a este problema, decía que la base de la producción de juguetes es la existencia de valores colectivos, de los valores del pueblo, los cuales son transportados a la infancia de una forma lúdica a través de las formas de interacción (entre los participantes del juego o entre el niño y el juego). Podemos decir por ello que el juguete metaforiza la constitución de los objetos de la vida, pero el eje retórico decisivo es el juego mismo, sus reglas de acción, ya que se deposita ahí una taxonomía social.
El viejo juego de la oca o el de las serpientes y escaleras creaba al jugarse la experiencia repleta de ascensos y descensos que implica aspirar a lo trascendente, según fórmulas que son incluso alquímicas. El rompecabezas a su vez genera la experiencia de la prueba y el error para aspirar a grandes proyectos (donde lo importante es el camino más que el resultado). El tren de miniatura nos gratifica con la experiencia primaria de la tecnología, y las muñecas y juegos de thé establecen los roles familiares canónicos.
Un juego para jóvenes mucho más contemporáneo es Los Sims, que se juega en computadora, en celular o en pantalla de televisión y donde los hábitos individualistas de la sociedad contemporánea (los celos, la competencia, el consumismo, etcétera) son los protagonistas, enseñan a los jóvenes las reglas del comportamiento social que está ya decidido para la vida adulta.
El juguete es la metáfora, pero la retórica está en el juego. Por ello la caja de cartón, decimos, puede ser más productiva. Tal cosa debiera tomarse en cuenta en el diseño e invención de los juegos y juguetes: saber que las reglas de interacción del juego (propuestas por los juguetes) son las que realmente enseñan. Un día unos diseñadores realizaban un CD interactivo para que los niños se introdujeran al conocimiento de los dioses prehispánicos. Hicieron imágenes profundas, estudiaron antropología, documentaron los nombres, pero al ingresar decidieron por una regla de juego completamente ajena al pensamiento mesoamericano: los niños debían jugar con un “Memorama” hasta relacionar los íconos con sus nombres. El resultado es que los niños decían después “Esta padre el juego pero los dioses están bien feos”. Y es que no es del juego en sí sino de las reglas para jugarlo de donde se obtiene la experiencia taxonómica.
Este principio puede servir para una primera aproximación para una tópica del juego y el juguete, ya que la experiencia lúdica se realiza desde diversos lugares:
A) Los juegos que aspiran a enseñar algo y que dan gratificación por los aciertos (como el identificador de letras o números y que lleva una bocina)
B) Los juegos que presentan el mundo de los adultos en miniatura (trenes, autopistas, juegos de the, la Barbie y su clóset)
C) Los juegos que ponderan la habilidad mental (como el memorama, el rompecabezas)
D) Los juegos que ponderan la experiencia sorprendente de la física (la resbaladilla, el papalote, el yoyo)
Desde luego esta es una primera aproximación provisional, la retórica del juego está por establecerse. Pero para iniciarla recordemos nuevamente a Benjamín, quien decía que “la imitación es propia del juego, no del juguete”, y además que el juego es un diálogo de los niños con la colectividad, razón por la cual (y ya que todo argumento puede a su vez refutarse) “Una vez descartada, despanzurrada, reparada y readoptada, hasta la muñeca más principesca se convierte en una camarada proletaria muy estimada en la comuna lúdica infantil” (Walter Benjamín, “Juguetes antiguos”, 1928)